miércoles, 1 de abril de 2015

Érase una vez hace siempre

-Papá, ¿estás despierto?
-Héctor, hijo, estoy cansado… Hoy no.
-No puedo dormir, por favor. ¡La pendiente! Estoy preparado para crecer.

Mi pequeño… Quería hacerse mayor. Con solo 5 años estaba dispuesto. Y en la vida cuando se está dispuesto: se crece. Y creedme, los hay que mueren sin crecer.

Cada noche, antes de irse a la cama, a mi Héctor, le contaba una historia. Una historia llena siempre de dragones, de héroes anónimos,  de elefantes que cantaban y de, por hipócrita que parezca, sueños. Sueños que guardaban lecciones. Historias de ficción que cubrían historias reales. Recuerdos narrados y aprendices.

Ilustración de Paula Bonet
Y hoy era la noche. La noche en la que le contaba la historia que le situaría dispuesto.

-Papá, cuéntame la historia de “El hombre que quería enamorarse y no pudo”.

El único cuento que siempre aplazaba. El único que quería que no olvidase. Lo dejaba tardío para que madurase con él.
Y se la conté, vaya, que si se la conté…

-Ven aquí, anda. “Érase una vez…

Érase una vez hace siempre. La historia que nos callamos, por carecer de razón. El cuento de cómo si te quiero, no lo muestro. Y de cómo si muestro que te quiero, no quieres que te lo cuente.

No quiero decírtelo, no. Por miedo a que te enamores tú también, muriéndome porque así sea. Por miedo a que te vayas y no me pueda ir contigo. A que, en verdad, aceptes mis caricias y me las esté perdiendo. A sentirte cerca, y dejar de estar tan lejos.


Van a tener que prohibir sentir, para que nos demos cuenta de lo mucho que hacía falta soltarlo.
Porque te respiro y me lo quedo. No te comparto contigo. No te sangro a versos. No te lluevo. Son desgarros.

Quiso enamorarse y no pudo. Pudo enamorarse y no quiso. La quieres, y no quieres. ¿Qué quieres? ¿Qué coño quieres?

Si los “te quiero” no nadan, se hunden. Como materia que son. Materia que sí se crea y se destruye.  Naufragan, se ahogan. Dejan de inhalar y se mueren. Desaparecen en el limbo de las palabras. Del quererse.

Nos dejamos de amar porque no lo practicamos. No lo decimos. No arrancamos una hoja y nos formamos en papel, en barquitos, en grullas, en aviones. Nos creamos unos peros de papiroflexia, nos degradamos. PaPEROsflexia.

Nos dejamos de amar porque no dejamos que el amor se haga. Vuelta y vuelta. Sin servirlo, sin pagar la cuenta. Esta vez tú, la siguiente tú, y la próxima vez tú. Hacemos un ‘sinpa’ y huimos, pero sin plural. Solo tú. Corriendo y dejando un rastro de “te quiero”s que a ver quién es el listo que se pone a fregarlos.
Apresuramos los silencios o las miradas. Y damos de baja, sin darnos cuenta que, al paro, al final, los que van somos nosotros. A esperar, al INEM, que alguien sí nos diga lo que nos tiene que decir.

Nos dejamos de amar porque ya no se lleva la poesía. Ni el ser cursi. Ni cantar canciones. Ni regalar rosas, bombones o trompetas azules. Ni prepararte una cena para acabar comiéndote a ti, a besos.  No está de moda arreglarse para llenarte la casa de quererte. Y la casa sin pilares, se derrumba.

Hay muchas formas de hacer ver que la quieres. De hacer oír, de hacer tocar. Pero sólo, esas maneras, se hacen cuando se busca el cómo.

No seas él. Porque la historia de “El hombre que quería enamorarse y no pudo”, es, en realidad, la historia de “El hombre que quería enamorarse y no lo dijo”.

Y si lo intentas pero, al final, te equivocas. La moraleja es que, al menos, tú si has querido.

...Tú si has querido”.

[…]
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
[…]
-Papá, ¿puedo decirte algo?
-Claro, Héctor, dime.
-Te quiero.
-Parece que has entendido la historia… Yo también te quiero.
-Buenas noches, papá.
-Buenas noches, hijo.


Elías Denche.

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