Desde arriba, todo se veía minúsculo y me recordaba a cuando
era pequeño y junto a mi hermano observábamos a las hormigas recolectar para el
duro invierno.
Las nubes que me rodeaban parecían mucho más esponjosas y
confortables según ascendía. Pude presenciar como con el roce de mis dedos
sobre ellas, las hacía esfumarse con lentitud dejando un halo de niebla que
refrescaba.
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Imagen de Leonard Beard |
Estaba llegando al piso principal, EL CIELO, cuando recordé
el propósito de mi muerte. No era entrar, ni acomodarme en ninguna de las
habitaciones que seguro me hospedaría en ese enorme “hotel” para la vida
eterna; ni tampoco era reunirme con los pocos seres queridos que pasaron tiempo
junto a mí en vida.
No.
Mi propósito, mi meta, era cumplir una promesa.
Siempre he odiado a las personas que no las cumplen y que se
las llevan bajo el brazo cuando dejan de respirar. Y con honestidad, tenía
miedo de convertirme en uno de mis principales enemigos.
Yo tenía que cumplirla.
Una promesa para un alma que aún no estaba ahí arriba y ni
que esperase que estuviese hasta mucho tiempo después, mi mujer.
Una promesa factible en muerte e incumplible en vida.
“El primero que cerrase
los ojos, tocaría las puertas del cielo y saldría corriendo”
Era tan estúpido. Era tan descabellado. Era, nuestra locura
de amor y al parecer, me encontraba en el momento idóneo para cumplirla.
La había perdido durante unos meses. No encontrábamos a ningún humilde capaz de
regalar vida. La tierra parecía que se estaba llevando consigo a generosos.
Ella necesitaba música o sino su orquesta desaparecería. Añoraba un corazón.
Pasaban segundos de reloj. Años en su tiempo. Y creí que lo
mejor, era volverla a sentir. La echaría de menos, pero me recompensaría verla
disfrutar de la vida.
Me senté en la camilla, me giré para observar su rostro
recostado en la otra y cerré los ojos a la par que ella los abría.
Siempre mi corazón había sido el suyo. Y cuenta un viejo sabio que llegó a serlo físicamente.
Me despedí con un “te
quiero”, pero le dí la bienvenida con un beso.
Tras segundos de oscuridad, viajé hasta aquí.
Levanté el pie para anidarlo en el último escalón. Me
acerqué a la entrada de la estancia sigilosamente. Había calma. Miré hacia un
lado y al otro para asegurarme que no había nadie. Mi mano derecha se aferró a
un puño, lo elevé y golpeé con fuerza la puerta formando un enorme estruendo.
Se abrieron de par en par, pero ya no me encontraba para entrar, salí disparado.
Las lágrimas se deslizaron por mis pómulos al son de la velocidad de mis
piernas por ese nuevo mundo.
Lo había conseguido, lo había cumplido. Había salido
corriendo después de llamar a las puertas del cielo.
Algo me dijo que ella lo había sentido.
Ahora, los dos, estábamos vivos.
Elías Denche.
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