domingo, 31 de marzo de 2013

A las puertas del cielo.

No era practicante, tampoco creyente. Es más, ya no era persona. Pero, ahí estaba yo, subiendo las escaleras del cielo.

Desde arriba, todo se veía minúsculo y me recordaba a cuando era pequeño y junto a mi hermano observábamos a las hormigas recolectar para el duro invierno.

Las nubes que me rodeaban parecían mucho más esponjosas y confortables según ascendía. Pude presenciar como con el roce de mis dedos sobre ellas, las hacía esfumarse con lentitud dejando un halo de niebla que refrescaba.

Imagen de Leonard Beard
Estaba llegando al piso principal, EL CIELO, cuando recordé el propósito de mi muerte. No era entrar, ni acomodarme en ninguna de las habitaciones que seguro me hospedaría en ese enorme “hotel” para la vida eterna; ni tampoco era reunirme con los pocos seres queridos que pasaron tiempo junto a mí en vida.

No.

Mi propósito, mi meta, era cumplir una promesa.

Siempre he odiado a las personas que no las cumplen y que se las llevan bajo el brazo cuando dejan de respirar. Y con honestidad, tenía miedo de convertirme en uno de mis principales enemigos.

Yo tenía que cumplirla.

Una promesa para un alma que aún no estaba ahí arriba y ni que esperase que estuviese hasta mucho tiempo después, mi mujer.

Una promesa factible en muerte e incumplible en vida.

“El primero que cerrase los ojos, tocaría las puertas del cielo y saldría corriendo”

Era tan estúpido. Era tan descabellado. Era, nuestra locura de amor y al parecer, me encontraba en el momento idóneo para cumplirla.

Quería que un resquicio de mí, como era su alma, siguiera viva.




La había perdido durante unos meses. No  encontrábamos a ningún humilde capaz de regalar vida. La tierra parecía que se estaba llevando consigo a generosos. Ella necesitaba música o sino su orquesta desaparecería. Añoraba un corazón.

Pasaban segundos de reloj. Años en su tiempo. Y creí que lo mejor, era volverla a sentir. La echaría de menos, pero me recompensaría verla disfrutar de la vida.

Me senté en la camilla, me giré para observar su rostro recostado en la otra y cerré los ojos a la par que ella los abría.

Siempre mi corazón había sido el suyo. Y cuenta un viejo sabio que llegó a serlo físicamente.

Me despedí  con un “te quiero”, pero le dí la bienvenida con un beso.

Tras segundos de oscuridad, viajé hasta aquí.

Levanté el pie para anidarlo en el último escalón. Me acerqué a la entrada de la estancia sigilosamente. Había calma. Miré hacia un lado y al otro para asegurarme que no había nadie. Mi mano derecha se aferró a un puño, lo elevé y golpeé con fuerza la puerta formando un enorme estruendo. Se abrieron de par en par, pero ya no me encontraba para entrar, salí disparado. Las lágrimas se deslizaron por mis pómulos al son de la velocidad de mis piernas por ese nuevo mundo.

Lo había conseguido, lo había cumplido. Había salido corriendo después de llamar a las puertas del cielo.

Algo me dijo que ella lo había sentido.

Ahora, los dos, estábamos vivos.

Elías Denche.

No hay comentarios:

Publicar un comentario