Desde arriba, todo se veía minúsculo y me recordaba a cuando
era pequeño y junto a mi hermano observábamos a las hormigas recolectar para el
duro invierno.
Las nubes que me rodeaban parecían mucho más esponjosas y
confortables según ascendía. Pude presenciar como con el roce de mis dedos
sobre ellas, las hacía esfumarse con lentitud dejando un halo de niebla que
refrescaba.
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Imagen de Leonard Beard |
Estaba llegando al piso principal, EL CIELO, cuando recordé
el propósito de mi muerte. No era entrar, ni acomodarme en ninguna de las
habitaciones que seguro me hospedaría en ese enorme “hotel” para la vida
eterna; ni tampoco era reunirme con los pocos seres queridos que pasaron tiempo
junto a mí en vida.
No.
Mi propósito, mi meta, era cumplir una promesa.
Siempre he odiado a las personas que no las cumplen y que se
las llevan bajo el brazo cuando dejan de respirar. Y con honestidad, tenía
miedo de convertirme en uno de mis principales enemigos.
Yo tenía que cumplirla.
Una promesa para un alma que aún no estaba ahí arriba y ni
que esperase que estuviese hasta mucho tiempo después, mi mujer.
Una promesa factible en muerte e incumplible en vida.
“El primero que cerrase
los ojos, tocaría las puertas del cielo y saldría corriendo”
Era tan estúpido. Era tan descabellado. Era, nuestra locura
de amor y al parecer, me encontraba en el momento idóneo para cumplirla.
Quería que un resquicio de mí, como era su alma, siguiera
viva.