domingo, 4 de agosto de 2013

Silencio.

Silencio.

No digas nada. Disfrútalo. Nunca lo sirves, y por una vez que te invitas, ¿vas a rechazarlo? Sí, sé que te asusta, te incomoda, ¿y qué? Aprovéchalo.

Cada noche brindamos con la ocasión de entretenernos con uno, pero un cúmulo de ladridos, quebrados y latidos lo esfuman.

Créeme, no son malvados. Pero algún día tendrás que morir, ¿no? Y qué mejor que un silencio. Sólo, mortales. Quizás, psicópatas.

Enfréntate a ellos y dispara. Con balas no, no por Dios, no seas mediocre. Con palabras. Pero sin pronunciarlas, sino desaparecería. Por algo se llama silencio.

No confundamos. No necesitas música de fondo para adentrarte en el piso de uno de ellos. Más bien, necesitas, que la música la pongas tú. Pensando. Con la orquesta que sea.

Tenles respeto. No miedo. Nunca sabes qué ocurrirá en uno de ellos. Las mejores escenas ocurren ahí. Una imagen vale más que mil palabras. Un silencio lo triplica.
Si tienes que besar para que continúe, besa. No pierdas la magia con un ¿y ahora qué? Acaricia. Enamora. Pero no los termines. No abortes.


La de ideas que se construyen en ellos. La de ‘¡hazlo!’ que aparecen cuando los imaginas. La de sentimientos que engullen. La de sueños que mueren, y peor, nacen. La de lágrimas que recogen y empapan. La de sonrisas que esbozan. La de nadas que convierten en todos, la de todos que vuelven a nadas. La de nadas, que siguen siendo, nadas.

Pero aún seguimos esquivando al monstruo como niños. Nos aferramos a cualquier conversación, nos entonamos aquella odiosa canción, nos gritamos. Curioso que la palabra que más se grite sea esa, silencio. Como si fuera la única forma de evitarlo. O como si quizás, muy dentro de nuestras tripas lo deseáramos.